La crisis climática ya está reconfigurando la manera en que producimos y accedemos a los alimentos y al agua. No hablamos de un futuro lejano: hablamos de un presente donde el precio de la tortilla, el café y otros básicos depende del clima.
Tejiendo agendas. El agua y la alimentación en la crisis climática

En México, los cultivos de temporal —de los que dependen millones de familias rurales— son altamente vulnerables. Se estima que la producción de maíz podría caer hasta 10% a nivel nacional y hasta 80% en algunas regiones; la de frijol entre 10 y 40%; la de café hasta 42.5% en riego y 23.4% en temporal; y la de trigo entre 20 y 23% hacia 2050 (Murray-Tortarolo, Mendoza-Ponce, Martínez-Salgado & Sánchez-Guijosa, 2024). Estos números no son fríos: significan menos comida en la mesa, ingresos más bajos para productores y precios más altos para consumidores.
La historia se repite en el mundo. En Siria, una sequía de tres años devastó cosechas, expulsó comunidades y detonó desplazamiento forzado. En Libia, la Tormenta Daniel arrasó cultivos y sistemas de riego, dejando poblaciones sin acceso a comida (World Food Program USA, 2024). Cuando la tierra se seca o se inunda, no solo se pierden granos: se pierde estabilidad, se fracturan comunidades, se siembra el hambre.
A esto se suma la paradoja más cruel: mientras los efectos del cambio climático destruyen alimentos y millones padecen hambre, desperdiciamos enormes cantidades. Cada año, el sistema alimentario en México desecha 38 toneladas de comida por minuto, lo que podría alimentar a 25.5 millones de personas (PROFECO, 2022). A nivel global, son más de 1,000 millones de toneladas al año, responsables de entre 8 y 10% de las emisiones de gases de efecto invernadero (PNUMA, 2024; WRI, 2023). Así, mientras la producción se vuelve más difícil, se pierde un tercio de los alimentos por ineficiencia.
Durante demasiado tiempo se ha tratado al hambre y al clima como problemas separados y esa separación ya no es sostenible. Las Opiniones Consultivas de la Corte Internacional de Justicia y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos son claras: los Estados tienen la obligación de responder a la crisis climática como asunto de derechos humanos. Reconocer que el cambio climático amenaza el derecho a la alimentación, al agua y a la vida digna obliga a repensar ambas agendas como una sola.
México tiene una oportunidad histórica en la NDC 3.0. La actualización debe ser lo suficientemente ambiciosa para reconocer que el acceso a alimentos sostenibles es un derecho y que la transición justa implica reducir desperdicios, apoyar la adaptación agrícola y dar voz a productores y consumidores.
La paradoja es que, al mismo tiempo que la agricultura erosiona los límites del planeta, depende de ellos para sobrevivir. Genera casi un tercio de las emisiones globales (CPI, 2025), y consume entre 70 y 80% del agua dulce disponible (FAO, 2025). La expansión agrícola altera ciclos naturales y amenaza al 86% de las especies en riesgo de extinción. Menos agua significa menores rendimientos; suelos degradados, menor capacidad productiva; y la pérdida de biodiversidad reduce la resiliencia de los cultivos. Es la lógica de la doble materialidad: lo que el campo causa al ambiente regresa como riesgo para la seguridad alimentaria.
Por eso, hablar de seguridad alimentaria sólo en términos de producir más toneladas es insuficiente. La discusión es cómo garantizar que el sistema respete los equilibrios que lo hacen posible. El Plan de Descarbonización y Resiliencia Climática 2024-2030, impulsado por México Resiliente, ya coloca el agua, la biodiversidad y los ciclos naturales en el corazón de la transición. Reconocer los límites planetarios como parte de las obligaciones en derechos humanos no es retórica ambiental: es condición para garantizar que haya alimentos suficientes y sostenibles hoy y en el futuro.
Al mismo tiempo, avanzar hacia cadenas de suministro más eficientes y circulares, donde el desperdicio se reduzca y los residuos se conviertan en recursos, es clave para atender brechas sociales y económicas, al tiempo que se fortalece a productores locales. Una estrategia así incrementa la resiliencia de los sistemas alimentarios frente a crisis climáticas y reduce emisiones.
Finalmente, estas transformaciones requieren financiamiento coherente y sostenido. Orientar recursos hacia la adaptación agrícola, la innovación tecnológica y la participación de comunidades rurales e indígenas, especialmente mujeres y jóvenes, permitirá que la transición sea justa e inclusiva. Incorporar explícitamente el sistema alimentario en la NDC 3.0 y en el Plan Nacional de Adaptación sería un paso estratégico para que México aborde el hambre y el clima como una sola agenda.
Transformar el sistema alimentario ya no es una opción técnica ni un programa de gobierno más: es parte de los compromisos internacionales de México y, sobre todo, el camino ineludible para garantizar dignidad y un futuro vivible.
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Nota del editor: Érika Gómez y Janeth Ugalde son especialistas ambientales integrantes de la Coalición México Resiliente. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a las autoras.
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