En mi trabajo visito y llamo frecuentemente a cadenas, tiendas y restaurantes para invitarles a sumarse al rescate de alimentos. La escena se repite muchas veces: explicas el proceso, los controles de calidad, el impacto… y justo cuando parece que todo encaja, llega la pausa incómoda, la sonrisa tensa y la frase de siempre: “Nos interesa, pero creemos que podría afectar nuestra imagen.” No es falta de empatía ni de recursos: es miedo reputacional puro, ese que mantiene toneladas de comida perfectamente buena fuera del alcance de quienes la necesitan y paraliza la acción antes de que siquiera comience.
El temor reputacional, el ingrediente oculto del desperdicio alimentario
En marketing hay decisiones que huelen a oportunidad y otras que huelen a miedo. En América Latina —donde el hambre y el desperdicio coexisten brutalmente— demasiadas marcas siguen el olor del segundo. Prefieren quedarse quietos en lugar de ser asociadas con “productos en mal estado” o con temas incómodos. El resultado: dinero, reputación y confianza que se van por el drenaje, y un país que sigue perdiendo oportunidades de mejorar por culpa del pánico corporativo.
Pero ese miedo tiene un costo real. En México, según Naciones Unidas y la Red de Bancos de Alimentos (BAMX) no optimizar excedentes y mermas implica pérdidas de cerca de 490 mil millones de pesos al año, el equivalente al 2.5% del PIB nacional. No es solo un problema ético o ambiental: es una ineficiencia monumental cuyo precio mayor es el propio planeta.
La falta de acción proviene no de un exceso de cautela: es la suma de tres miedos que paralizan a las compañías y alimentan (valga la mala ironía) la máquina del desperdicio. Primero, la asociación automática: “excedente = comida mala”. Esa frase actúa como un freno: una sola diapositiva con la palabra excedente y el equipo de calidad ya está llamando al abogado. Segundo, la incertidumbre normativa: la ley puede existir en el papel, pero sin reglas claras los equipos legales prefieren no moverle. Y tercero, el pánico al escrutinio público y al greenwashing: ¿qué pasa si comunicamos y alguien lo interpreta mal? Lamentablemente, esto lleva a las empresas a preferir el silencio sobre la acción.
Después de trabajar con la industria alimentaria, he aprendido que la narrativa es tan importante como la operación. Cuando dejamos de hablar de “donación” y empezamos a hablar de recuperación de valor, todo cambia. Los mismos datos, contados distinto: kilos desviados del relleno sanitario, ahorros operativos, impacto ambiental positivo. Los resultados hablan por sí solos: menos mermas, menos costos y una nueva percepción interna del desperdicio como oportunidad, no como amenaza.
La región ofrece lecciones claras. Brasil y Argentina avanzaron porque sus leyes protegen a los donantes. Chile, sin ley específica, logró instalar un discurso de eficiencia y economía circular. Donde hay claridad normativa y una narrativa aspiracional, las empresas actúan. Donde hay ambigüedad, operan por inercia.
En México, la narrativa todavía falla: seguimos atrapados en un discurso que apela a la culpa. Eso genera conciencia, sí, pero no acción. Nos sigue faltando hablar de la eficiencia, del ahorro, del impacto positivo y del liderazgo empresarial. Necesitamos juntar la parte técnica (protocolos y trazabilidad) con la narrativa (cómo contamos lo que hacemos), pero, sobre todo, hace falta algo que no se enseña en ningún manual: coraje comercial.
Porque sí, la Ley General de Alimentación Adecuada y Sostenible (LGAAS) ya existe en espíritu en nuestro país, pero sin reglamentación operativa sigue siendo un eslogan del gobierno desde hace año y medio. Mientras tanto, el desperdicio continúa siendo un agujero negro en los balances de muchas empresas. Si una marca realmente quiere transformar pérdidas en valor, debe ordenar sus procesos, medir su impacto en números duros —toneladas rescatadas, ahorros, emisiones evitadas— y atreverse a contar lo que hace, con datos y transparencia.
Y si después de leer esto aún crees que el mayor riesgo es que alguien piense que donas “comida mala”, felicidades: estás viendo el problema al revés. El riesgo real es que dentro de 10 años tus balances muestren el saldo de lo que pudo haber sido una ventaja competitiva.
Porque al final, el desperdicio de alimentos no solo erosiona utilidades: erosiona el planeta. Cada kilo que se tira es agua, suelo, energía y carbono desperdiciados. Seguir sin actuar no es una decisión meramente de imagen: es una huella ambiental. Ser realmente sostenible no se trata de lanzar campañas verdes, sino de asumir la responsabilidad del ciclo de valor: desde la producción hasta lo que no se vende. Deja el miedo. Empieza por los procesos. Y cuenta bien la historia: la transparencia y audacia no solo es la vacuna contra el greenwashing, es la única forma en que las marcas pueden pertenecer y construir un mejor futuro.
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Nota del editor: Braulio Valenzuela es Country Manager Cheaf México. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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