Desde siempre, aunque más desde que trabajo en el mundo de la sostenibilidad, tengo conversaciones fantasiosas. A los cabilderos de combustibles fósiles les pregunto: ¿cuál es su plan cuando el verano llegue a 45 grados? A los multimillonarios les cuestiono: ¿dónde tienen sus reservas de agua y a dónde se van a ir si la sociedad colapsa? Y a la Presidenta —una mujer formada en la ciencia, con tesis en energía y parte del IPCC que recibió el Nobel de la Paz en 2007 (IPCC, 2007)— le pregunto algo más sencillo: si usted sabe, ¿por qué no lo frena?
Who are we kidding?
Porque sí sabe. Y ahí empieza la contradicción.
Fue precisamente por esas conversaciones fantasiosas que decidí adentrarme en el mundo de la sostenibilidad. En mi cabeza aparecía siempre la misma escena: mi hija preguntándome “¿y tú qué hiciste?”.
Cuando una científica con trayectoria llegó a la presidencia, sentí esperanza. No porque ignorara que había respaldado proyectos profundamente cuestionables —como el tren que devastó la selva maya a costa del “progreso”— sino porque su formación académica seguía siendo un argumento poderoso para pensar que México, por fin, tomaría decisiones basadas en evidencia. Y esa expectativa creció al ver a Alicia Bárcena al frente de la Semarnat: una mujer que entiende que la crisis climática es también una crisis de desigualdad, de género y de derechos humanos.
Con ese bagaje encabezando al país, la nueva NDC de México no solo la esperaba: la exigía.
En algún punto entendí también que el clima dejó de ser un asunto técnico controlado por especialistas. Y ahí recupero una frase que siempre digo, porque explica exactamente cómo llegué aquí: cuando entré en este mundo de “expertos” no fue porque yo lo fuera. Entré precisamente porque no lo soy. Porque cuando los temas se quedan solo en manos de expertos, se vuelven de nadie.
El cambio climático hoy se manifiesta en la falta de agua, en el calor extremo, en la migración interna, en la salud pública y en la desigualdad territorial. Por eso la NDC importaba tanto.
La NDC tiene avances valiosos. Reconoce a las personas desplazadas por el clima —algo que la OIM y el Internal Displacement Monitoring Centre han documentado por años— y coloca la adaptación como eje central en un país altamente vulnerable. También adopta un lenguaje que reconoce la transversalidad del problema: que las acciones climáticas no se separan de los derechos, ni del territorio, ni de la vida diaria.
Pero esa claridad convive con una contradicción estructural.
¿Cómo puede un documento que reconoce los efectos devastadores del uso de combustibles fósiles evitar comprometerse a detener su expansión? En los hechos, la política energética sigue avanzando en dirección opuesta: Dos Bocas es una refinería que duplicó su costo inicial y nació obsoleta (SHCP, 2024). El fracking se reactivó bajo nuevos nombres pese a la evidencia de contaminación y riesgo (ASEA, 2023). Y la exploración fósil continúa incluso en zonas donde la Conagua reporta estrés hídrico severo (Conagua, 2023).
Es decir: aceptamos los impactos, pero sostenemos las causas.
La NDC dice “México reducirá”, pero no explica cómo. No presenta un plan de declive fósil, ni una hoja de ruta, ni cronogramas, ni metas intermedias que permitan evaluar el avance real. Y “reducir” sin medidas no es política pública, es ambigüedad.
A esto se suma la distorsión global: la creciente influencia de la industria fósil en las negociaciones climáticas. En tres años, la presencia de cabilderos pasó de 503 (COP26) a 2,456 (COP28). Que quienes provocaron la crisis tengan más acceso que quienes la sufren explica por qué los acuerdos avanzan tan poco en compromisos vinculantes.
México añade otra vulnerabilidad: buena parte de su ambición climática depende de financiamiento externo y tecnología internacional. Después de 30 años de cooperación fallida, condicionar la acción a factores externos ya no es una estrategia: es una excusa para postergar decisiones difíciles. Un país vulnerable no puede externalizar su transición.
Mientras tanto, avanza algo igual de preocupante dentro del país: un fascismo ambiental que mezcla desinformación, negacionismo y nostalgia. Cada vez se escucha con más frecuencia que figuras abiertamente negacionistas —como Donald Trump— podrían “poner orden” en México. Ese discurso no es anecdótico; amenaza cualquier intento de transición justa.
Así que regreso a mis conversaciones mentales. Porque todas, en realidad, apuntan a la misma pregunta: si quienes encabezan el país conocen la evidencia y saben lo que hay que hacer, ¿por qué no lo frenan?
El problema no es la falta de conocimiento. El problema son las prioridades políticas. La pregunta no es si la administración entiende la crisis, sino si está dispuesta a actuar como si realmente la entendiera.
México puede redactar compromisos impecables, hablar de adaptación, de derechos, de justicia y de género. Pero nada de eso es coherente mientras continúe la expansión fósil.
Todo lo demás —incluidos los mejores discursos— es simulación. Por eso el título: Who are we kidding? La transición justa no se construye con declaraciones, sino con decisiones. Y este país, con toda su vulnerabilidad y todo su potencial, merece que se tomen.
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Nota del editor: Aranzazu Zacarías GuevaraEstratega en comunicación y sostenibilidad. Egresada de Sciences Po Paris, asesora a empresas y organizaciones en legitimidad institucional, asuntos públicos y agendas ESG. Es co-fundadora de la organización Sostenibilidad Activa y co-host del podcast SpeakESG. @aranzazuzg Síguela en Instagram como @aranzazuzg Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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