Participé en la COP30 de este año celebrada en Brasil, y se nota un contraste difícil de ignorar. La primera generación de estos encuentros tenía algo de épico: líderes mundiales discutiendo el futuro del planeta, acuerdos que daban esperanza y la convicción de que la diplomacia podía hacer una diferencia real. Esta ocasión —y habrá quienes dirán que también las últimas ediciones— se percibe un espíritu distinto.
Un futuro más justo y sostenible requiere innovación
Son más de 100 temas los que se discuten formalmente en las sesiones de negociación, además de cientos de paneles y espacios paralelos. Conviven tres escalas que rara vez se alinean: la global de los compromisos climáticos, la institucional de quienes diseñan e implementan políticas, y la local de quienes ya lidian con las consecuencias de la emergencia climática en sus territorios. Como ejemplo, muchas horas de debate sobre si las montañas debían o no incluirse como otro tema en la agenda de una o de todas las futuras COP sin necesariamente llegar a una decisón. Sin restar importancia a este ecosistema y sus servicios ambientales — evidencia lo difícil que es avanzar cuando aún no hay puntos de partida compartidos.
En uno de los espacios del Pabellón de Educación Superior para la Acción Climática, coorganizado por el Tec de Monterrey y la Universidad de Campinas, Anderson Pedroso, rector de la PUC Río, dijo algo que sintetizó bien esa sensación: “Este tendría que ser un espacio de renuncias.” No renuncias simbólicas, sino renuncias reales: a posiciones cómodas, a inercias sectoriales, a supuestos que ya no alcanzan para sostener un proyecto común.
México presentó este año su NDC 3.0 (National Determined Contributions), su nuevo “contrato climático”, que por primera vez incorporó la perspectiva de las universidades en su proceso de definición y declaró que tendremos un papel en su implementación. Es un avance relevante porque reconoce el valor de la evidencia y la colaboración académica para orientar decisiones públicas, una discusión que no debe quedarse solo a nivel político. Pero una NDC no transforma por sí sola. La verdadera transición depende de lo que ocurre en los territorios, donde el agua, la energía y el suelo ya tienen límites que obligan a innovar, a priorizar y a repensar modelos productivos.
Y allí, lejos de los reflectores de la COP, ocurre algo que no debemos perder de vista. Mientras las negociaciones multilaterales se estancan, ciudades y empresas avanzan por necesidad, no por mandato. La eficiencia energética dejó de ser opcional: se optimizan proceso y se sustituyen equipos intensivos en energía porque los costos de la inacción ya superan a los de la transición. Con la misma fuerza, cambia la relación con el agua: las ciudades rediseñan usos del suelo para proteger recargas y reducir riesgo hídrico. A la par, comunidades y vecinos pactan movilidad compartida y rutas más eficientes, documentan riesgos para exigir correcciones y defienden ríos y suelo frente a contaminación y extracción. No están esperando a que la COP decida.
El bien común se sostiene cuando las decisiones asumen la interdependencia y que nadie debe prosperar a costa del deterioro de los demás. En la COP30, la Red Universitaria para el Cuidado de la Casa Común, integrada por instituciones de América Latina, fue un punto de encuentro para esa mirada. Cuidar de la casa común es una práctica que exige revisar modelos, corregir rumbos y anticipar impactos; orienta cómo producimos, cómo habitamos el territorio y cómo distribuimos responsabilidades. Y es en ese trabajo, concreto y continuo, donde la innovación se vuelve indispensable: porque cuidar la casa común implica imaginar y construir formas nuevas de generar valor dentro de límites que ya no se pueden ignorar.
La conversación que sigue es cómo desarrollar la capacidad colectiva de innovar dentro de esos límites. Hemos rebasado varios umbrales físicos y es evidente que no podemos seguir consumiendo igual. Eso exige decisiones difíciles, sí, pero sobre todo habilitar capacidades: gobiernos que coordinen mejor, instituciones que colaboren más allá de sus silos, empresas que transformen cadenas completas y comunidades que puedan sostener las soluciones que ya están impulsando por necesidad. Innovación es crear valor donde antes había crisis; es hacer más eficiente lo existente y abrir espacio a nuevas formas de producir, movernos y vivir.
Si algo mostró la COP30 es que el mundo no necesita más diagnósticos. Necesita voluntad para innovar, capacidad para sostener esas innovaciones y un entorno que las habilite. Ahí está el verdadero paso adelante.
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Nota del editor: Juan Pablo Murra es rector del Tecnológico de Monterrey. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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