La discusión en la Suprema Corte de Justicia sobre la validez de la demanda presentada por la Asociación Mexicana de Distribuidores de Automotores (AMDA) contra la extensión del decreto que permite la regularización de los llamados autos chocolate revela una profunda contradicción en la política económica y ambiental del gobierno actual.
Autos “chocolate”, las contradicciones de Sheinbaum

El decreto, prorrogado por López Obrador apenas cuatro días antes de dejar el cargo, fue presentado como un acto de justicia social: una manera de dar certeza a millones de familias que en la zona fronteriza dependen de un vehículo para trabajar o desplazarse. Sin embargo, sus consecuencias apuntan en dirección opuesta. En nombre de la justicia social, se ha perpetuado una política que socava la justicia económica y ambiental, al tiempo que debilita uno de los sectores más estratégicos para el desarrollo nacional.
Desde su entrada en vigor en 2022, el programa ha permitido la regularización de más de 2.5 millones de vehículos y podría alcanzar los tres millones en 2026. Pero estos autos —con una antigüedad promedio de 15 años, muchos sin convertidor catalítico— generan 4.2 millones de toneladas adicionales de CO₂ al año, el doble que un vehículo convencional. Es decir, cada auto regularizado legaliza una fuente de contaminación que contradice los compromisos climáticos de México y el discurso de la propia presidenta Claudia Sheinbaum, cuya administración ha puesto al frente de la política ambiental a Alicia Bárcena, supuesta defensora de la transición hacia una economía verde y la justicia climática.
La contradicción es estructural. México es el cuarto exportador mundial de vehículos, pero su mercado interno representa apenas una tercera parte de su producción, y su parque vehicular —de 18 años promedio de antigüedad— es uno de los más viejos del planeta. En lugar de impulsar una política que fortalezca la demanda local de autos nuevos y limpios, el decreto inunda las calles con autos obsoletos que compiten deslealmente con la producción nacional y desincentivan la renovación tecnológica.
Y al tiempo que el Plan México enuncia el compromiso de un programa de electrificación del transporte público en diez ciudades mexicanas, los estados carecen de recursos para impulsarlo. El país apenas cuenta con 700 autobuses eléctricos en operación, frente a los más de 2,300 de Chile o 1,600 de Colombia. Así, en México subsiste una doble desigualdad: una élite exportadora que fabrica autos de vanguardia para otros mercados, y una población que circula en unidades viejas, contaminantes y cada vez más costosas de mantener y sin transporte público limpio.
El Plan México plantea como prioridad el fortalecimiento del mercado interno, el impulso a la industria nacional y la transición hacia un transporte limpio y accesible. Pero mientras el gobierno legaliza vehículos que incumplen las normas ambientales y erosiona la competitividad del sector formal, esa visión se vuelve retórica.
Si el objetivo es una verdadera justicia social, esta debería comenzar por garantizar movilidad limpia y segura para todos, y no por permitir la circulación de autos que agravan la contaminación, frenan la transición energética y cuestionan el verdadero compromiso con los objetivos climáticos de México.
La presidenta Sheinbaum enfrenta una disyuntiva crucial: continuar con una política heredada que contradice su proyecto de país, o apostar por una coherencia estratégica que alinee la justicia social con la justicia climática y el desarrollo económico. Porque en un México que fabrica los autos del futuro, seguir regularizando los del pasado es, literalmente, conducir en reversa.
_____
Nota del editor: Isabel Studer es Presidenta de Sostenibilidad Global. Síguela en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión