Durante los últimos años he desarrollado una curiosidad profesional —y también personal— por entender cómo la Inteligencia Artificial (IA) está transformando la forma en que trabajamos. No me refiero solo a herramientas nuevas o automatizaciones visibles, sino al cambio más profundo y silencioso que está ocurriendo: la manera en que pensamos, tomamos decisiones y colaboramos está cambiando. La IA no está alterando únicamente los procesos; está transformando el lenguaje del trabajo.
Inteligencia artificial. Del futuro al trabajo actual
Lo más revelador es que esta tecnología, lejos de ser una amenaza, se está convirtiendo en un espejo. Nos obliga a preguntarnos qué parte de nuestro trabajo tiene valor verdaderamente humano y qué parte podemos delegar. Y esa pregunta no es una pérdida: es una invitación. Si aprendemos a responder con criterio, podemos rediseñar cómo usamos nuestro tiempo, cómo lideramos y cómo construimos sentido en lo que hacemos.
Sí, entre el 60% y el 70% de las actividades laborales pueden automatizarse en los próximos años. Pero ese dato suele interpretarse mal: no se trata de una ola de reemplazo masivo, sino de una oportunidad de reenfoque. Lo he visto en múltiples contextos: cuando las tareas repetitivas se automatizan, las personas se liberan para pensar mejor, crear con más profundidad y tomar decisiones con más claridad. Paradójicamente, el trabajo se vuelve más humano.
Pero este salto no se logra aprendiendo a usar herramientas, sino adquiriendo una nueva forma de pensar. No hablo de saber programar, sino de saber preguntar. De poder conversar con sistemas inteligentes, traducir problemas complejos en instrucciones simples y, sobre todo, interpretar respuestas con criterio propio. Es un tipo de alfabetización que está apareciendo frente a nuestros ojos, como ocurrió en su momento con la imprenta: quien entienda este nuevo lenguaje tendrá una ventaja que va mucho más allá de lo técnico.
Lo interesante es que todos —independientemente de edad, rol o industria— estamos aprendiendo al mismo tiempo. Profesionales senior y jóvenes talentos, directivos y emprendedores, estamos descubriendo juntos cómo pensar con la tecnología. Y eso abre un campo inmenso para el aprendizaje colectivo.
Desde mi experiencia liderando espacios de formación ejecutiva, veo con claridad que los modelos tradicionales de educación ya no alcanzan. Muchos programas siguen anclados en lógicas del pasado: estructuras rígidas, contenidos desactualizados, poca conexión con los desafíos reales del entorno. Pero el futuro del trabajo exige otra cosa. Exige experiencias de aprendizaje diseñadas desde el presente y orientadas hacia lo que viene: pensamiento estratégico, habilidades humanas, adaptación rápida y sentido de propósito.
La innovación no puede ser una capa decorativa en la educación. Debe estar en el origen del diseño. Implica repensar no sólo qué enseñamos, sino cómo, por qué y para quién. Formar líderes hoy es mucho más que transmitir conocimientos: es preparar a personas para tomar decisiones éticas, liderar en la ambigüedad y combinar sensibilidad humana con inteligencia tecnológica.
Y en ese camino, Latinoamérica tiene un rol clave. La región no está esperando la transformación: ya la está protagonizando. Profesionales de ciudades grandes y mercados emergentes están usando IA para potenciar su impacto, con creatividad, intuición y resiliencia como aliados naturales. Esa capacidad de adopción contextual, humana y estratégica es un activo inmenso. Pero también plantea un reto: necesitamos espacios de formación que entiendan nuestras realidades, no que las importen. Que diseñen desde nuestras complejidades, no a pesar de ellas.
Latinoamérica necesita una nueva educación ejecutiva. Una que no copie modelos globales, sino que cree desde la diversidad de nuestros contextos. Que reconozca que los desafíos de Lima, Bogotá, Ciudad de México o Buenos Aires no son los mismos, pero que todos comparten un mismo horizonte: liderar con propósito en una era de cambio acelerado.
El verdadero reto no es técnico, es mental. Implica soltar la idea de que más esfuerzo manual significa más valor. Porque el valor hoy está en lo que no se puede automatizar: la empatía, la ética, la creatividad, la capacidad de leer contextos complejos y tomar decisiones humanas con la ayuda de sistemas inteligentes.
Al mirar hacia el 2030, sabemos que casi la mitad de las habilidades actuales cambiarán. No lo veo como una amenaza, sino como una oportunidad única: podemos redefinir nuestra relación con el trabajo antes de que otros lo hagan por nosotros. Podemos ser espectadores de esta transformación o protagonistas.
Yo elijo lo segundo. Y cada vez veo más profesionales en Latinoamérica haciendo lo mismo. Personas que no solo usan la tecnología, sino que la integran a su forma de pensar, para liderar desde lo que nos hace profundamente humanos.
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Nota del editor: Cristina Elías es CEO de Colectivo23. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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